viernes, 29 de marzo de 2013

"Escribir era dificil- dice Galeano- como hacer el amor cuando se hace como se debe hacer"

Estaba buscando palabras, palabras de otros. Canciones, frases, cuentos, poesías. De chica que me pasa. Leo un libro y no es el libro lo que me termina de gustar. Son esas sensaciones convertidas en frases, que alguno de los protagonistas sienten, o que el autor logra problematizar en alguna situación, lo que hace que me guste o no un libro. Pero el libro me gusta por partes, aún aunque te diga que me encantó. Me gusta por partes, simplemente, porque a veces, cuando vuelvo a leerlo, me gustan otras cosas de él y a veces, hay que admitirlo, me gustan las mismas. Es esa sensación inexplicable que te transmite leer: encontrar en otras personas, en otras palabras, en otros mundos, aquello que vos también estás buscando
 o sintiendo
 o pensando.
Recuerdo que cuando era una niña leía libros de poesía, pero nunca llegaron a gustarme los libros enteros, los libros como tales. Encontraba poemas que me partían en alma, poemas que me daban esperanza, poemas que volvía a leer una y otra vez, poemas que hasta hoy sé contar de memoria. Y al lado de esos poemas, encontraba otro que no me decía nada, que no me movía un pelo. Desde siempre supe, sin embargo, que no era que el poema era feo y que el que a mi me había gustado era lindo y que el problema era que todo autor debe tener sus momentos de poder y de no poder transmitir en palabras. Sabía que no era eso. De hecho, sentía una culpa constante de no poder comprender: me daba tristeza que ese poema no me pueda transmitir lo que el autor había querido transmitirme. Y transmitir no es, justamente, sólo entender a que iba. Me daba culpa no haber sentido eso jamás.
 De más grande descubrí que me pasaba lo mismo con los cuentos, con las novelas, con los capítulos y, a veces, por qué negarlo, con las personas. Por eso nunca descarté un libro y por eso siempre los vuelvo a agarrar, a abrir en páginas aleatorias y a ver qué encuentro esta vez que el libro quiera transmitirme. Por eso nunca me gustó lo que escribo: es tan dificil poder transmitir todas esas maravillas que te pasan por el cuerpo, por la cabeza, por el corazón o vaya a saber uno bien por donde.
Por todo esto, es que a veces sentía un gran gozo en la poesía, otras una necesidad irreparable de leer a grandes pensadores de los diferentes tiempos, otras, unas ganas inmensas de cambiar de mundo, de leer fantasía y otras, muchas otras, de encontrar en esas fantasías analogías con la realidad. Con el tiempo me fui  adaptando a mis ganas y dejé de sentir culpabilidad por dejar un libro a la mitad, o por leer solo aquellas partes que me estaban transmitiendo algo. Al fin y al cabo, la lectura está para encontrarnos, con uno mismo, y con los otros, no para completarla y decir "este libro ya lo leí". Al comprender todo esto, pensarán que habré empezado a leer todo cortado, y que habré dejado casi todos los libros sin terminar. Pero no es así. Sorprendentemente, al conocer lo que estaba buscando, o mejor dicho, al reconocer que había algo que estaba buscando y que creía ver que venía por ese camino, me era mucho más fácil encontrar el libro que necesitaba en ese momento o aunque a veces, claro está, lo que necesitaba de ese libro era una página. Como me pasó con el capítulo 7 de Rayuela alguna vez. Y desde ahí todas las veces.
Cuando logré entender esa magnífica sensación de sentir con tu piel la piel del otro, y que sea una, y a la vez dos. Y que el roce no sea sólo un roce necesario, una demostración de ternura esquematizada que encontras de manera imperativa adentro tuyo cuando estás sintiendo grandes cosas: "Acaricía, demostrá amor". Cuando se borro de mi mente la idea de demostrar, y simplemente salían, como si yo los necesitara, ese abrazo, esa caricia, ese beso, dejaron, simplemente, de ser eso. De ser eso tan estructurado que te enseñan que es.  Cuando realmente comprendí la esencia de los gestos, no pude describirlos más. Es una sensación tan abismal que sentía que cada palabra  arruinaba el gesto. Me limité, entonces, a sentirlos. Y cuando quería recordarlos, y no los sentía, no buscaba palabras, buscaba sensaciones en mi cuerpo. Y cuando, como toda persona con la manía racionalista de poner las cosas en palabras, no poder describirlo me vaciaba, buscaba en palabras de otros lo que estaba sintiendo. Sé que hay gente que si podía describirlo, que admirable esa gente que lograba, al romper con las barreras y los esquemas de lo escrito, describir con palabras todas esas confusas sensaciones que yo siento indescriptibles. Buscaba palabras, palabras de otros. Así encontré en autores que nunca me habían gustado, y que quizás, había juzgado de elitistas académicos y complicados, una simpleza que iba más allá de todo, un intento de describir realmente no describiendo formalmente como te enseñan que debe escribirse. Un sinsentido, complicado claro si nunca lo sentiste, que le daba sentido.
Hasta que pasó. Cuando sentí, por primera vez, esa sexualidad que tanto me había gustado experimentar  con una mezcla de sentimientos que nunca había sentido. Cuando, por primera vez, descubrí que no quería que nos durmamos, porque eso implicaba que iba a ser mañana y que ese momento maravilloso iba a terminar y que iba a volver a decir palabras y demostrar gestos y a ser tan poco integral.  Que mañana uno iba a tener que trabajar, que irse, que no verse, que alejarse y esperar, apaciguadamente, a que dentro de unos días volvamos a vernos, volvamos a ese momento sin tiempo, sin preocupaciones, sin responsabilidades,  sin esquemas. Cuando me di cuenta que siempre te dormías primero, aún aunque sea yo la que tenía sueño, y que yo no podía dormirme y que eso no era por incomodidad. Cuando, en medio de ese insomnio, descubrí, por primera vez, que no quería que sea mañana. Ese mañana rutinario porque no estás vos. Ese mañana tan conocido, tan esperado, tan inalterado. Aún aunque mis días no sean los días de un secretario, o de un oficinista. Aún aunque todos los días hacía algo nuevo o algo que me daba placer y alegría, aún, a pesar de ello, mis días se vieron en la opaca sensación del esquema, de la rutina. Quise salir corriendo y quise quedarme. Quise despertarlo, y decirle "No te duermas, que se termina, que se va todo, que mañana vamos a ser dos personas normales, que emplean palabras, que tienen gestos, que hacen cosas. No te duermas, por favor despertate. Despabílate como yo, ¿No te das cuenta que estamos rompiendo con todos los esquemas?" Pero respeté su sueño, respeté mi insomnio. Con un poco de bronca, quizás. O con un poco de miedo, mejor. Bronca, porque aún dormido, vos podías seguir en ese mundo indescriptible, en el que lograbas, en ese sueño, darme gestos y darme sonidos. Besarme el pecho cuando éste se escapó de las sábanas, y hacer una honomatopeya que me decía lo cómodo que estabas. Miedo de que no comprendas lo que me estaba pasando, de no comprenderlo yo y, también, miedo a eso, a lo que estaba pasando. Ese día, intenté describir en mi mente lo que sentía y no podía, o podía a medias. Y al otro día me fui, me tenía que ir. Fue de mañana, fue otro mundo. Me fui con una sensación horrible, aún cuando sabía que ese adiós indicaba otra bienvenida pronta. Solía, después de una noche de amor, levantarme brillante y con ganas, encontrándole un brillo nuevo a todo lo que hacía. Fue raro no poder hacerlo. Fue raro, y diferente, sentir que todo lo que estaba haciendo era una gran esquema armado: aún hasta ir en bici con los amigos al parque, y hacernos unos sanguches de mortadela y queso para  almorzar. Senti, completamente, la necesidad de buscar, como venía haciendo, palabras de otros que me digan que me entienden y que le digan que me entienda. Pero no las encontré.
"Las palabras no dicen", decía su heladera, y comprendí, instantáneamente  que había llegado mi momento de volver a escribir, que tenía que intentar combinar los gestos y las palabras, que tenía que lograr salir de mis esquemas de escrituras para transmitir lo que realmente se siente. Que los gestos no dicen, con exactitud, lo que uno está sintiendo, y que las palabras no dicen, con exactitud, lo que el gesto demuestra. Y tuve que volver a escribir y también tenía que volver a verte, que escapar del mundo, que decir con gestos y demostrar con palabras. Que resolver todas mis  encrucijadas en un mundo íntegro y dialéctico, un mundo que no había conocido antes, un mundo en el que las contradicciones se llevan tan bien juntas que dejan de ser contrarios y son el todo. Un mundo integral, donde el todo no puede separarse, donde nosotros no podamos separarnos de nosotros mismos y donde, por favor, no nos vayamos a dormir. No durmamos nunca.